Hay casas que no se entienden por metros, ni por fichas técnicas, ni siquiera por fotos. Hay casas que hay que caminar para entenderlas. Subir en el ascensor, abrir la puerta y que el primer gesto sea mirar hacia arriba, porque los techos —de tres metros y medio— no se ven todos los días. Y entonces entra la luz, toda, sin pedir permiso, porque este piso en la cuarta planta del bloque central de una finca señorial de los años 60 lo tiene claro: fue hecho para que la luz circule, para que la vida corra, para que se respire.
Es uno de esos edificios con patio central que aún conservan el alma tranquila de la solida y buena arquitectura. Vecinos que se conocen, que respetan, que sostienen. Y un patio donde los niños juegan, donde las mascotas bajan sin correa, donde el silencio es de esos que suenan a paz. Es una finca pet friendly sin necesidad de cartel, porque lo ha sido siempre.
Esta vivienda fue pensada para familias numerosas, de las de mesa larga y domingos con gente. Cinco habitaciones tenía al principio, ahora tres, porque una se convirtió en vestidor y se quedó abrazada al dormitorio principal y otra se dio al gran salón. Hay dos baños, ambos exteriores, una cocina independiente que huele a recetas antiguas y nuevas, y una sala de estar que se separa del comedor no por necesidad, sino por el placer de tener un espacio para cada momento. Los suelos son de tarima en tono madera, la carpintería blanca, hay mosquiteras en todas las ventanas y una habitación de lavado con trastero que parece pensada por alguien que entendía cómo se habita una casa de verdad.
Y luego está la ubicación. Alameda de San Antón. Cartagena viva, bien conectada, con el centro histórico a un paseo lento, con colegios, comercios, el Corte Inglés a la vuelta, y ese algo que tienen los barrios con historia que no se puede comprar ni copiar. Esta casa no necesita exagerar. No necesita que nadie la maquille. Solo necesita a alguien que la camine, que se imagine ahí, que entienda que todavía existen hogares hechos con sentido y con alma.
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